Si en mi juventud hubiera sido tan linda como para participar en un concurso de belleza, y no los hubiera considerado desde siempre espectáculos frívolos y en ocasiones vejatorios, a la pregunta de a quién hubiera querido conocer, no habría respondido que al Papa —cualquier Papa que estuviera en el candelero—, ni a la madre Teresa de Calcuta, que la pobrecita, de haberse convertido en realidad el deseo de las candidatas, no le habría alcanzado la vida para recibirlas.
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